Te veo desde el otro lado de la mesa, casi con ganas de fijarte en ese punto; de plasmarte en dos dimensiones, como una pintura abstracta de un artista desconocido. Te miro, tocándote poco a poco desde lejos, separándote de mi realidad a través de los centímetros que nos aíslan, de la madera recubierta que nos parte. La música de fondo, la noche aguantando la respiración, quedándose sin aire ante una escena cotidiana; la exageración de un silencio, de un suspiro, de un tecleo continúo.
Te miro a través del mate, del humo, de los vidrios sucios de unos lentes desgastados. Te miro y me pregunto que ven tus ojos ¿es sólo la pantalla o estás observando de tus pensamientos los retazos? ¿Hacia qué lado corre tu mente? ¿En qué sentido van tus manos, tus piernas, tus pasos?
Fumo una vez del cigarro, mientras mis dedos acarician las letras bajo mis manos. Fumo e intento no mirarte, dejarte en paz un rato. Escribo y te observo sin verte siquiera; limitando en la hoja en blanco, en las palabras, tu retrato.
El tiempo pasa a mi lado, deprisa, casi gritando y hace remolinos en este ángulo de la mesa; pero Cronos es caprichoso, no ata a todos por igual; lo imagino observando por encima de tu hombro, soplando los minutos en tu oído, susurrando una por una las eras de la tierra, pero sin tocarte. De pronto parece asustarse y se sienta a mi lado, quizá también para mirarte. Y guía mis manos, y me dice que debo crearte, darte forma, color, aspecto; pero hace tiempo que te escribo, por una vez ha llegado tarde.
Te veo desde el otro lado de la mesa, y sonrío; voy a cerrar los ojos, y cuando los abra, ya te habrás ido…
